viernes, 19 de febrero de 2010

HISTORIAS

HISTORIAS QUE PODRÍAN SER NUESTRAS

¡Cuidado con el canario !
Cualquier material sometido a esfuerzos cíclicos o repetitivos, incluso bajo fuerzas inferiores a la llamada “carga de rotura”, es susceptible de sufrir lo que se conoce como “rotura por fatiga”. El material sufre una grieta inicial que se amplía como consecuencia de los esfuerzos posteriores.
La semana pasada me desgarré el frenillo. No tengo ni idea de cómo pudo pasar.
El frenillo, para todos aquellos que no dispongan de un pene o de un profuso interés por la anatomía, es una suerte de pellejo que une la parte inferior del glande con la piel que lo recubre. Es una de esas partes del cuerpo que, por su inaccesible ubicación (en el reverso de lo que en algunos círculos se conoce como polla), pasa generalmente desapercibida. Su función principal, en los tiempos que corren, es la de provocar dolor. Ahora entiendo a los judíos y sus extraños sombreros.
Desde que tuve mi primera erección siempre supe que en algún momento de mi vida me acabaría rompiendo algún componente del aparato. No es que folle mucho, todo lo contrario, pero he pasado más horas en el simulador que un piloto comercial. Soy de los que se preparan concienzudamente para cualquier actividad que realicen, y más si la actividad se considera sacra. En mis oídos resuenan ahora las palabras de un amigo: “Un día nos vamos a romper el manubrio”. Ese día ha terminado llegando.
Muchas cosas han cambiado en mi vida, y aun así me sorprendí con la conversación al llamar a casa. Mi madre descolgó el teléfono. Me sentí como si llamara desde la secretaría del colegio para decirle que me habían quitado el bocata en el recreo.
—Mamá, que de tanto darle al mete-saca me he desgarrado el frenillo.
Silencio.
—Supongo que no estás hablando de la lengua.
—No mamá, no hablo de la lengua.
—Bueno, por lo menos tendrás algo de lo que escribir, que llevar tres semanas sin colgar una columna. Tu padre está que se sube por las paredes.
Algún lector, a lo largo de los años, se habrá preguntado de dónde carajo he salido. A estas alturas se puede ir haciendo una idea.
Al principio sólo se trataba de una pequeña molestia. Tres días después se me hizo patente que aquello no tenía buena pinta. Sabía que tenía un frenillo, pero los detalles de su fisionomía no me eran familiares. La parte posterior del pene es algo así como la cara oculta de la luna: está cartografiada pero no se le suele prestar mucha atención. Podría instalarse allí una colonia extraterrestre y pasaría desapercibida una buena temporada.
He oído historias sobre frenillos que, en plena faena, se rompen de manera espectacular con una banda sonora de aullidos y más sangre que una película de Tarantino. Ellos quedan doloridos. Ellas perplejas. Unos y otros piensan “Ya está, ha sucedido. A esto se referían los curas”, y miran por la ventana esperando escuchar las trompetas del apocalipsis y vislumbrar una nube de langostas. Venían masturbándose durante años sin que les salieran pelos en las palmas de las manos y sin quedarse ciegos. Se habían confiado. Y en ese momento, en ese fatídico instante, su inocencia se quebranta y sus corazones se congojan.
Yo sentí una punzada. Dos días y cien kilómetros después empecé a notar que vibraba la dirección. Pensé que tendría un neumático desalineado. Levanté el coche e inspeccioné los bajos. “Au, esto duele; creo que está roto”. Como no soy mecánico y la cosa todavía andaba, bajé el vehículo e hice cien kilómetros más. La luz roja seguía encendida en el salpicadero. Volví a inspeccionar. “Caray, esto pinta peor, y desde luego no tiene aspecto de arreglarse solo”. El dolor al abrir y cerrar el capó empezaba a ser insoportable.
El domingo por la mañana entraba en la unidad de urología, que viene a ser el lugar en el que oficialmente reparan pollas. Un tipo alto de unos sesenta años metido en una bata me miró tras el mostrador de recepción.
—Hola. Tengo un problemilla en una zona muy particular y que me resulta extremadamente molesto.
Me di cuenta de que estaba dando demasiados rodeos para estar tratando con alguien especializado en problemas de penes.
—Creo que me he desgarrado el frenillo —concluí.
—Al fondo del pasillo, bajando por las escaleras —contestó.
Tomé número y me senté. Afortunadamente había poca gente. Hubiera esperado a la tarde. Alguien me dijo una vez que las urgencias hospitalarias están desiertas a la hora del fútbol, pero mii frenillo tenía tal aspecto que decidí buscar ayuda profesional lo antes posible. Además, ya me dolía hasta al respirar, actividad que suelo efectuar con bastante asiduidad. Sentado en la silla, me volví a ver caminando hacia el hospital con punzadas en la entrepierna.
La salud es como ese amigo que uno sólo valora en su verdadera magnitud cuando ya se ha marchado. Caminaba por las aceras como podía y observaba las caras de los demás transeúntes. Parecían felices. Claro, ellos no tenían el frenillo desgarrado. Cuando estás jodido te encuentras en una especie de burbuja personal y el resto del mundo parece lejano. Ahí estás tú con tu problema, completamente anónimo. Me entraron ganas de gritar al mundo que me dolía la entrepierna.
Me llamaron por mi nombre. Empujé la puerta de urgencias a pesar de que ponía “No pasar”. Caminando por el pasillo pensé en si deseaba que el médico fuera hombre o mujer. Pensé que un hombre podría ser más sensible y empático ante mi problema, pero me atraía más la idea de bajarme los calzoncillos ante una mujer. Siempre ha sido así.
La doctora me recibió y me introdujo en una especie de box. Me dio un termómetro y me dijo que me lo pusiera en la axila. Después me tomó la tensión y me preguntó qué me sucedía. Le expliqué la película y ella tomó algunas notas. Después apuntó en una hoja:
Temperatura: 36.6 ºC
Tensión: 136 / 82
Pulso: 93
Comprenderá el lector que, en tales circunstancias, mi frecuencia cardiaca se encontrara ligeramente alterada.
La doctora me dijo que me bajara los pantalones hasta las rodillas y que me tumbara sobre la camilla. Me cubrió el pastel con una especie de sábana de reducidas dimensiones y salió entre las cortinas diciendo que la doctora vendría en seguida. Por lo visto ella lo único que hacía era tomarte la temperatura y la tensión y dejarte con el culo al aire.
Quedé allí tumbado con una telilla tapando las partes. Me pregunté si realmente me habría desgarrado el frenillo o si lo que me sucedía era otra cosa. Después me pregunté por qué tardaba tanto en venir la doctora. Supuse que andaría en algún lejano lugar del recinto con otra polla entre las manos. Me vinieron a la cabeza tres chistes de doctores y pollas. Entre las cortinas escuchaba a un grupo de mujeres debatir sobre diferentes dietas y sobre por qué determinada serie de televisión era una mierda. Una suave modorra comenzó a apoderarse de mí y me dejé llevar. Me pareció una buena manera de evadirme de una nueva situación surrealista de mi vida.
No estoy seguro de cuánto tiempo pasó. Ella me llamó por mi nombre. Abrí los ojos. Debía de tener unos 27 ó 28 años y estaba buena. Me preguntó qué me pasaba. Le volví a contar la película.
—¿Ha sucedido teniendo relaciones? —preguntó.
Estuve tentado de decirle que me había pasado follando, pero es mejor no hacerse el gracioso con aquellos de los que tu salud depende. Le dije que sí.
Se sentó junto a la camilla y abrió el regalo. Me sentí incómodo. Pensé que se agacharía y me haría una felación. Tantos años de ver porno han condicionado mi manera de ver las situaciones. Es por cosas así que nunca me aburro.
Prendió el cacahuete y deslizó el prepucio hacia abajo con brusquedad antes de que pudiera rogarle un poco de amor. Vi las estrellas como si estuviera tumbado en el suelo de un planetario. Supongo que no se le puede pedir mucha empatía a alguien que sólo ha visto un pene en los libros de texto, o como mucho en los cuerpos de personas de fisionomía muy diferente a la suya. Preferí no discutir.
Echó un vistazo detenido a aquel trozo de carne maltrecho. Dijo que, efectivamente, tenía un desgarro en el frenillo.
—Tiene usted un frenillo corto —afirmó.
Últimamente me dicen cosas muy raras.
Continuó explicando que lo que me había sucedido era algo muy común, por mucho que todos mis amigos continúen disfrutando de la entereza de sus frenillos, y que la única solución pasaba por cercenar el mismo con ayuda de un bisturí. Me vi atado a la camilla con un trozo de madera entre los dientes mientras alguien me hacía una carnicería en los bajos. Dijo que el proceso se hacía bajo anestesia local, y aunque me tranquilicé, hubiera preferido permanecer inconsciente durante tan delicado trance.
La miré cariacontecido.
—¿Podré tocar el violín? —pregunté.
—Por supuesto —contestó.
Fantástico. Siempre había querido tocar el violín. Me pregunté qué otras habilidades adquiriría tras la operación.
Volvió a subir el prepucio con descuido y se puso a palparme los huevos. Literalmente. Presionó ligeramente aquí y allá y me preguntó si me dolía. A punto estuve de decirle que no estaba de humor para follar cuando se me ocurrió que se trataba de algún tipo de prueba suplementaria. Tras unos segundos, dejó de tocarme los huevos, se levantó y me dijo que me podía subir los pantalones.
La acompañé a un pequeño despacho y allí me dispensó un pequeño informe que comenzaba afirmando que había acudido a la consulta por “Molestias en el pene”. A continuación había un párrafo en el que se describía mi polla:
“Meato ortotópico y permeable. Prepucio retráctil”.
Ya sé cómo empezar si algún día tengo que venderla.
Le di las gracias a la doctora y salí de allí. Por la noche hice cincuenta kilómetros más. Concluí que había nacido camionero.
Antes de llegar las vacaciones pasan anuncios por la tele de la Dirección General de Tráfico. Te dicen que antes de salir de casa compruebes los niveles y mires la presión de los neumáticos. Te dicen que pares cada dos horas y que duermas lo necesario

La navaja de Occam

La navaja de Occam (navaja de Ockham o principio de economía o de parsimonia) hace referencia a un tipo de razonamiento basado en una premisa muy simple: en igualdad de condiciones, la solución más sencilla es probablemente la correcta. De acuerdo con la Wikipedia, el postulado es Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem. Afortunadamente, lo traducen para todos aquellos que tenemos el latín algo cascado:
"No ha de presumirse la existencia de más cosas que las absolutamente necesarias"
Hay épocas en las que nos da por patrullar Regensperry durante las noches de los fines de semana. No hay explicación para ello, simplemente entramos en una especie de sintonía cósmica que nos empuja a recorrer los bares hasta terminar haciendo eses de vuelta a casa con una señal bajo el brazo que dice "Vorsicht, bauarbeitung!". Afortunadamente para todos, estas sintonías cósmicas duran unas pocas semanas. Son temporadas en las que estamos en todos los lugares en todo momento. La matemática cuántica se pone de nuestra parte y en ocasiones suceden cosas altamente improbables y que desafían al entendimiento humano.
Hace apenas un mes, en una de estas patrullas nocturnas, conocí a una chica. Yo apenas podía articular monosílabos y, a pesar de todo, la conversación en el estruendo de la discoteca duró varias horas. A veces las cosas no tienen una explicación racional. Dicen que es lo que hace que el fútbol tenga gracia. En ocasiones la vida es como el fútbol.
En alemán, veinticuatro se dice cuatro y veinte. No hace falta que sean las cinco de la mañana y que no te tengas de pie para que te equivoques al apuntar un número de teléfono. No hace falta, pero ayuda, claro.
Jamás hubiera sabido que su número terminaba en 24 en vez de en 42 si ella no me hubiera enviado un mensaje tres semanas después. Se conoce que, en algún momento de la noche, yo le había apuntado mi número de teléfono en el reverso de un bonobús convenientemente partido por la mitad para conservar los dos últimos viajes. Hasta en las peores circunstancias tengo mis destellos de lucidez.
Su mensaje llegaba en un momento muy oportuno. Llevaba tres fines de semana volviendo a la misma discoteca y hasta a Ratuza se le estaba torciendo el gesto. Llevaba tres semanas intentando encontrar a alguien que trabajara en el mismo hospital y me pudiera dar una pista sobre la desconocida. Llevaba tres semanas rondando lo que creía que era su casa en busca de su bicicleta o de un golpe de suerte. El hecho de que ella viviera junto a la comisaría de policía no me ponía las cosas más fáciles. Es por todo esto que el mensaje llegó en el momento oportuno. Una semana más y hubiera terminado durmiendo en un calabozo junto al tipo calvo que le roba el periódico al vecino. En Alemania el crimen siempre paga.
Varios días después, cuando ella por fin tuvo tiempo, quedamos para tomar un helado. Lógicamente, en la sobriedad, ella ya no era un ángel alado descendido de las nubes más acolchadas para acariciarme el rostro con manos sedosas, pero era guapa y parecía tener buena conversación. Le dije que debía de ser buena enfermera. porque había estado dándole cuerda a un comatoso durante tres horas. Para ella quizá una buena conversación no fuera importante, pero para mí siempre es un punto a favor. Parecía tener confianza en sí misma, un interesante halo de misterio y un montón de pecas en la cara, así que compré dos helados y nos fuimos a pasear.
Media hora más tarde ella compró dos cervezas y terminamos a la orilla del río hablando de la vida en el hospital. Por lo visto, cuando uno trabaja en neurología enseñando de nuevo a la gente a manejar los cubiertos y a atarse los zapatos, cuando se pasa la mayor parte del tiempo en la unidad de cuidados intensivos porque es el único lugar en el que hay aire acondicionado, uno termina teniendo un montón de historias graciosas que contar. Charlamos, bebimos y reí hasta que se me escapó un sonoro pedo. Fue el momento más embarazoso de la tarde, pero ella le restó importancia al asunto. Imagino que si te tienen que volver a enseñar a atarte los zapatos, es normal que se te escape un pedo de vez en cuando. Una hora más tarde nos despedíamos de un modo que hacía presagiar tiempos mejores.
Ocho días después, no la he vuelto a ver.
Groucho decía: "Bebo para hacer interesantes a las demás personas". Es cierto. Cuando uno bebe todo resulta mucho más atractivo a los sentidos, incluidas algunas personas. Lo que nunca hubiera considerado Groucho es que alguien pudiera resultar más interesante a los demás borracho como una cuba que sobrio. Si lo hizo, nunca escribió sobre ello. Si alguna vez habló sobre este asunto, sólo la otra frase le pareció a alquien lo suficientemente graciosa como para recordarla.
Quizá yo sea uno de esos tipos que resultan más interesantes cuando necesitan apoyarse en algo para mantenerse en vertical. Quizá Ratuza tenga razón.
Las mujeres tienen maneras muy sutiles de decir las cosas. Algunas incluso se vanaglorian de ello. Son capaces de enviar señales extraordinariamente sibilinas que se manifiestan en una dimensión que escapa a todo aquel que no sea mujer o gay, criaturas que viven en mundos en los que la sandía no es una fruta sino un color. Estas señales hacen que frases como "Pareces cansado, ¿te apetece un café?" signifiquen "Para el coche que quiero un café". La construcción gramatical "Tu sabrás lo que te conviene" tiene sentidos muy diferentes dependiendo de si la pronuncia tu padre o tu novia. Es por cosas así que la vida es más complicada de lo que debería.
Quizá resulto más interesante cuando no puedo decir semáforo sin arriesgarme a perder la lengua.
Cuando una mujer no quiere salir con un tipo, emite señales que sólo otras mujeres y algunos animales son capaces de percibir. Desgraciadamente, entre estos privilegiados animales no se encuentran ni el hombre ni otros primates de mayor capacidad cognitiva. El chico está esperando una señal clara: un uno o un cero, un verde o un rojo, una sandía o un tomate. Lo que recibe son las cuatro estaciones de Vivaldi interpretadas con intrumentos de cocina, y las cuatro estaciones suenan a la vez y además llueve en verano. El desconcierto se prolonga durante más tiempo del que le resulta cómodo. Si tiene suerte, ella será directa y dirá que tiene novio. En estos casos la agonía para descubrir si sigue prefiriendo al novio o a este chico nuevo se prolongará unas semanas más. Probablemente el objetivo después de todo sea disfrutar la agonía, estirar la goma, mantener el plano. Cualquier otra explicación cae en una dimensión desconocida, una dimensión llena de señales perdidas y calcetines que desaparecen en la lavadora para no volver jamás. Las últimas teorías científicas dicen que existen once dimensiones, así que aún queda cuerda hasta que se sature el espectro radiofónico o un calcetín termine por taponar un agujero negro.
Quizá resulto más interesante con un calcetín en la boca.
Por si todo esto supiese a poco, añadimos el choque cultural. En Alemania nunca te dirán "No voy a tu mudanza porque no me ayudaste en la mía", o "no voy el viernes porque no me sale de los cojones", o "Las fotos de tu boda me interesan como un diente en el culo". No, en Alemania siempre se dice "No tengo tiempo".
"No voy a tu mudanza, no tengo tiempo"
"No voy el viernes porque no tengo tiempo"
"Las fotos de tu boda... no tengo tiempo"
Lo peor de todo no es la falta de imaginación y la escasa variabilidad de sus excusas, lo peor de todo es que a menudo es cierto: no tienen tiempo.
Billetes, trayectos, hoteles... En Alemania las vacaciones de verano se preparan antes de navidad. Aquí he conocido a gente cuya ropa podía mirar y saber qué día era. En Alemania preguntas como "¿Qué haces esta tarde?" se encuentran a la altura de "¿Cuánto ganas al año?" o "¿Estás seguro de que esos hijos son tuyos?". En Alemania, una llamada de teléfono para hacer algo quince minutos después es un NO garantizado. A Hitler le llamaron quince minutos antes para que no invadiera Polonia.
Quizá resulto más interesante sujetando una pared.
Debajo de nuestra antigua casa había un bar de mala muerte frecuentado por quinceañeros cortados por la MTV que vomitaban por las esquinas antes de que el reloj diera las diez de la noche. En el pasaje junto al bar a veces aparcaban motos. El día que vi una moto cara con un intermitente roto supuse que habría sido algún chaval con muy mala leche y un tupé edificado a base de fijador. Probablemente el dueño de la moto supuso lo mismo, pero imagino que se lo tomaría mucho peor que yo.
La realidad fue que el Chano vio a un cincuentañero borracho como una cuba fallar la pared y caer estrepitosamente sobre el vehículo causando los desperfectos que yo había valorado con anterioridad. Ni chaval MTV, ni mala leche ni nada que se le pareciera.
Así que quizá resulto más interesante borracho perdido que sobrio, o quizá es cierto que no tiene tiempo, o es probable que me haya perdido una de esas señales que se envían al espacio con la esperanza de que las encuentre vida inteligente y actúe en consecuencia. Igual confundí la sandía con el color, o quizá no haya sandía, ni cuchara, y esta no sea más que otra de esas infinitas ocasiones en las que no vale la pena ni un momento sentarse a dar vueltas a las cosas, pero aquí llevo varias horas picando teclas. Debe tratarse de la sal de la sopa cósmica.
Lo que no dice la Wikipedia es que, en igualdad de condiciones, la mayor parte de las veces te puedes meter la navaja de Occam por el culo.

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